Una mirada distinta a nuestros pueblos originarios, desde lo que son y no como muchos insisten en verlos

Al conmemorar el Día Internacional de los Pueblos Originarios, me preguntaba por qué no escribir al respecto, si usualmente vivo este apasionante tema que para mí es mi mundo galaxia.

Quisiera comenzar aclarando lo que no son los Pueblos Originarios, puesto que ciertos sectores insisten en alimentar la visión más distorsionada de la condición indígena justamente como la condición de indigente.

Desde el mundo académico, determinadas tendencias antropológicas y sociológicas insisten en tomar una instantánea a la condición de vulnerabilidad social como característica general. De allí se desprende toda una cultura de lástima a la indigencia, que pasa por el “pintoresco” turismo y la dádiva de los gobiernos más o menos solidarios y otros más o menos apegados a los acuerdos internacionales en la materia.

Adicionalmente, han reducido el imaginario colectivo, hasta asociarlo no sólo con la pobreza (por tanto la necesidad de transferir permanentes subsidios), sino con una condición racial que se deslinda del otro imaginario colectivo que determina el prototipo gerencial, de liderazgo y de figura óptima para el mercadeo (especialmente por medio de los cánones nórdico-occidentales de belleza).

Esta visión distorsionada ha producido modas de toda índole, incluyendo la de los discursos solidarios y la incursión en eventuales rituales que alteran el estado de la conciencia. La gama incluye también el consumo de estupefacientes y psicotrópicos en entornos pseudo indígenas por parte de grupos cada vez más crecientes, hasta la proliferación de organizaciones que llevan ropa y comida a apartados territorios indígenas. Muchos hemos pasado por algún componente de la mencionada gama.

Los pueblos originarios somos mucho más que eso, tanto más, que nos alejamos de ese sesgado y reducido concepto antropológico, turístico y político. Tengo amigos y familiares que admiran y conviven con el pueblo germano, lo que no saben es que los alemanes en su mayoría son ciertamente un pueblo originario. De igual forma tengo amigos árabes, bien sean sirios, libaneses, entre otros, como también persas (iraníes), e igualmente son pueblos originarios.

A los pueblos originarios (los de este continente), nos han dibujado junto con la pobreza y la exclusión, siguiendo el mapa eventualmente asiático, africano y australiano, pero esencialmente nativos americanos, con marcados rasgos de raza y color de piel, junto con (insisto) precariedad económica y rasgos conductuales de inconformidad e irreverencia a la norma instituida en muchos de nuestros países, traducida en opiniones que nos hacen ver como incivilizados e inadaptados.

Nos venden como un hecho social (“somos así y no hay de otra”), pero también como un fenómeno social (lo que por nuestra condición somos), de manera que justifican frente a esta sociedad y a la opinión pública que no somos de otra manera sino esa extraña y miserable forma de ser, condenada a desaparecer por improductivos y por no atrevernos a integrarnos. ¿Le parece al lector que es exagerado lo que digo?, tal vez es porque no lee las declaraciones de “piadosos” líderes políticos y religiosos mundiales.

La otra cara de la moneda es de la que quiero hablar y quiero asentar como una muestra cierta de lo que son nuestros pueblos originarios, y valga citarlo desde el testimonio personal.

He compartido días, semanas o meses con tal vez cientos de entusiastas familias de diferentes pueblos o naciones originarias, no hablan dialectos sino lenguas propias, dignas e independientes. No son etnias, menos aún tribus. Son familias comunes y corrientes. Trabajan, estudian y andan como muchos de nosotros, incluso eventualmente mejor.

Se profesionalizan, algunos son bilingües y muchas veces políglotas. Viajan dentro y fuera de los países que hoy los alberga, los reduce y fracciona geográficamente en comunidades (aisladas, redundo). Pese a las dificultades siguen creciendo, progresando y participando.

Estos hermanos y hermanas, entusiastas ejemplos de nuestros pueblos originarios, se preocupan por recuperar y salvaguardar sus lenguas ancestrales, jamás se avergüenzan de su origen, indistintamente que ocupen oficinas, funden empresas, compartan y se integren con los que sí y con los que no, porque a pesar de todo siguen siendo lo que son.

Germanos que sobrevivieron casi intactos al embate cultural de diferentes imperios; Celtas y Galos que se asoman sin dejarse asfixiar por bretones o romanos; y así, Árabes, Persas y Semitas. Y seguiría escribiéndolos en mayúscula a pesar que el necio académico diga que son adjetivos, para mí no lo son, porque son sobrevivientes de milenios de amasijos guerreristas que osaron aplastar su dignidad.

Pero hay también casi seiscientos pueblos originarios en el continente americano, nuestra Abya Yala, que sobrevivieron a trescientos años de colonialismo brutal y adicionalmente sobreviven a doscientos años de neocolonialismo aún más asfixiante y bestial.

No es la molienda de dos mil y tres mil años de Europa (que ni se les ocurre a ellos mismos segregarse como originarios e indígenas), menos aún los cuatro, cinco y seis mil años de molienda cultural e imperial en el norte de África y el medio oriente. Estamos hablando de apenas doscientos años de engaño y quinientos de olvido, pero que son suficientes para decir ¡ya basta!

No queremos dádivas y misericordia, ni que nos recuerden como un “hecho social, subproducto colateral de la colonia”, menos aún como un fenómeno social que es así y ya, por tanto hay que contemplarlo como tal.

Ministerios, leyes y organismos “indígenas” existen cada vez más, pero no desde la óptica del sentir de los Pueblos Originarios, si no del sentido de la justicia impartida desde el remordimiento de quienes son hijos de la colonia y buscan enmendar sus errores integrándolos a la sociedad, la misma sociedad a la cual no hemos renunciado desde la colonia, como la conmemoración de la fundación de todas nuestras ciudades y la renovación constante de las antaño disfuncionales e inquisidoras instituciones.

“Acompáñame a combatir el dominio imperial y verás la libertad”, lo hemos escuchado ya no sé cuántas veces en los últimos dos siglos. Ya no más, porque soy libre desde mi condición ancestral y desde la alegría de la vida que no se mide por medio de la impuesta institucionalidad.

En consecuencia, el ser o no ser originario pasa por sentirse y vivir en lo más profundo lo que se es, por tanto la prosperidad se respira a diario sin importar cómo te ven. El orgullo se siente en cada vivienda que visitas, en su cordialidad y en la manera tan simple pero profunda de ver la vida.

No queremos dádivas ni misericordia, les decía más atrás, pero si realmente quieres respetar el proceso de inclusión social y política, deja que fundemos nuestras propias universidades, ejerzamos nuestra propia jurisdicción sin menoscabo de la tuya y la que nos es común. Deja también que generemos nuestras políticas, planes, programas y proyectos, igualmente desde nuestra perspectiva. No queremos simples transferencias de recursos, sino formular, ejecutar y monitorear nuestras propias políticas públicas.

Respeto tu religión, porque en parte es la mía, pero te pido por igual respetes mis creencias porque te aseguro elevarán tu condición de vida una vez que las comprendas. Somos capaces además de enseñar al mundo cómo cuidar el agua, los bosques y las selvas, para que no sólo mis hijos sino los tuyos, puedan vivir más sanamente e incluso puedan tener un futuro para vivir.

Trata de comprender lo que somos los Pueblos Originarios, la vida te será y nos será aún mejor, mucho mejor.

@samscarpato

Código: 01-2014-9037

Para citar este escrito:

SCARPATO, Samuel. (2014). Una mirada distinta a nuestros pueblos originarios, desde lo que son y no como muchos insisten en verlos. Primera publicación en fecha 10-Ago-2014 en el medio Facebook. Segunda publicación en fecha 28-Dic-2015. Consultado en fecha Día-Mes-Año. Disponible: https://samscarpato.com/una-mirada-distinta-a-nuestros-pueblos-originarios/